Che Guevara.

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Ernesto Che Guevara

A LA DERIVA

Al día siguiente de la sorpresa de Alegría de Pío, caminábamos en medio de montes en que se alternaba la tierra roja con el “diente de perro”, oyendo descargas aisladas en todas direcciones y sin atinar ningún rumbo especifico. Chao, que era veterano de la guerra española, opino que esa forma de caminar nos conduciría inevitablements a caer en alguna emboscada enemiga y propuso buscar algún lugar adecuado para esperar la noche y caminar entonces.

Estábamos prácticamente sin agua, con la única lata de leche que teníamos había ocurrido el percance de que Benítez, encargado de su custodia, la había cargado en el bolsillo de su uniforme al revés, vale decir, con los huequitos hechos para absorberla hacia abajo, de tal manera que, al ir a tomar, nuestra ración —consistente en un tubo vacio de vitaminas que llenábamos con leche conderisada y un trago de agua— vimos con dolor que toda estaba en el bolsillo y en el uniforme de Benítez.

Logramos establecernos en una especie de cueva que ofrecía visión amplia a un lado, pero, tenía el defecto que no se podía prever el avance enemigo por el otro. Sin embargo, nosotros pensábamos más en que no nos vieran que en defendernos y resolvimos mantenernos allí du rante el día, aunque con el compromiso expresamente tomado por los cinco de luchar hasta la muerte. Quienes hiciéramos ese pacto nos llamamos: Ramiro Valdés, Juan Almeida, Ohao, Benítez y el que esto relata. Todos sobrevivimos la terrible experiencia de la derrota y la lucha posterior.

Por la noche salimos a caminar. Establecí cuál era la Estrella Polar, según mis conocimientos en la materia, y durante un par de días fuimos caminando guiándonos por ella hacia el este y llegar a la Sierra Maestra. (Mucho tiempo después me enteraría que la estrella que nos permitió guiarnos hacia el este no era la Polar y que simplemente por casualidad, habíamos ido llevando aproxima damente este rumbo hasta amanecer en unos acantilados ya muy cerca de la costa.)

El mar se veía abajo; nos separaba de él un farallon cortado a pico de unos cincuenta metros de altura y la tentadora imagen de una fosa de agua, al parecer dulce, sobresalía abajo. Nuestro tormento mayor era la sed; esa noche había aparecido una multitud de cangrejos e impulsados por el hambre matamos algunos, pero como no podíamos hacer fuego, sorbimos crudas sus partes gelatinosas, lo que nos provocó una sed angustiosa.

Después de mucho buscar encontramos un paso practicable donde bajar en busca del agua pero, en los trajines de ida y venida, la fosa observada desde lo alto se nos perdió y solamente pudimos mitigar la sed gracias a las pequeñas cantidades de agua restantes de lluvias anteriores que quedaban en los huecos del “diente de perro”, allí la buscábamos y la extraíamos mediante la bombita de un nebulizador antiasmaüco; tomamos solo algunas gotas de líquido cada uno.

Íbamos caminando con desgano, sin rumbo fijo; de vez en cuando un avión pasaba por el mar. Caminar entre los arrecifes era muy fatigoso y algunos proponían ir pegados a los acantilados de la costa, pero había allí un inconveniente grave: nos podían ver. En definitiva nos quedamos tirados a la sombra de algunos arbustos esperando que bajara el sol. Al anochecer encontramos una playita y nos bañamos.

Hice un intento de repetir algo que había leído en algunas publicaciones semicíentíficas o en alguna novela en que se explicaba que el agua dulce mezclada coa un tercio de agua de mar da un agua potable muy buena y aumenta la cantidad de liquido; hicimos así con lo que quedaba de una cantimplora y el resultado fue lamentable; un brebaje salobre que me valió la crítica de todos los compañeros. Algo refrescados por el bañó seguimos caminando. Era de noche y creo recordar que había una luna bastante buena. Almeida y yo, que íbamos a la Cabeza, observamos de pronto, en una de esas pequeñas chozas que los pescadores hacen a la orilla del mar para resguardarse de la intemperie, una sombra de gente durmiendo. Creímos que eran soldados, pero estábamos demasiado cerca ya para retroceder y avanzamos rápidamente; Almeida fue a intimar la rendición a los dormidos, cuando nos encontramos con una sorpresa agradable: eran tres expedicionarios del Granma, Camilo Cienfuegos, Pancho González y Pablo Hurtado. Enseguida iniciamos un intercambio de opiniones, de experiencias, de noticias de lo poco que sabía cada uno de los otros o cada uno del combate. Mientras que el grupo de Camilo nos obsequiaba con un pedazo de caña que había arrancado antes de huir y que sirvió para engañar al estómago con algo dulce y jugoso, ellos masticaban desaprensivamente los cangrejos. Habían encontrado i a forma de mitigar la sed sorbiendo directamente el agua de los hoyitos con algún tubito o palo hueco.

Seguimos nuestro camino todos ¿untos. Ocho era ahora el número de combatientes del ejército remanente del Granma y no teníamos noticias de que hubiera más supervivientes. Pensábamos, con lógica, que debía haber más grupos como el nuestro, pero no teníamos siquiera idea de dónde estábamos, todo lo que sabíamos era que caminando con el mar a nuestra derecha íbamos hacia el este, es decir a la Sierra Maestra, el lugar donde teníamos que refugiarnos. No se nos escapaba el hecho de que los acantilados a pico y el mar cerraban completamente nuestras posibilidades de fuga, en caso de toparnos con una tropa enemiga. No recuerdo ahora si fue uno o dos días que caminamos por la costa, sólo sé que comimos algunos pequeños frutos de tuna que crecían en las orillas, uno o dos por cabeza, lo que no engañaba al hambre, y que la sed era atenazante, pues las contadas gotas de agua debían racionarse a! máximo.

Una madrugada, ya sumamente cansados, llegamos a la orilla del mar y quedamos dormitando hasta que se viera por dónde pasar porque parecía que de pronto los acantilados hubieran caído a pico.

Apenas amaneció iniciamos una exploración y apareció ante nuestros ojos una casa grande de guano con la apariencia de pertenecer a algún campesino de una posición acomodada. Mi opinión inmediata fue no acercamos a una casa de ese tipo, pues presumiblemente serian nuestros enemigos o tal vez el ejército la ocupara. Benitez opinó todo lo contrario y al final avanzamos los dos hacia la casa.

Yo me quedaba afuera mientras él cruzaba una cerca de alambre de púas (nos acompañaba alguien más que no recuerdo), de pronto percibí claramente en la penumbra la imagen de un hombre uniformado con una carabina M-1 en la mano, pensé que habían llegado nuestros últimos minutos al menos los de Benitez a quien ya no podía avisar porque estaba más cerca del hombre que de mi posición; Benitez llegó casi al lado del soldado y se volvió por donde había venido, deciéndome con toda ingenuidad que él volvía porque había visto "un señor con una escopeta" y no le pareció prudente preguntarle nada.

Realmente, Benitez y todos nosotros nacimos de nuevo, pero allí no paró nuestra odisea; después de dar un rodeo prudencial, tratamos de ir trepando por el acantilado mucho más bajo aquí, pues llegábamos a la zona denominada Ojo de Buey, donde un pequeño río cae al mar y por lo tanto lo perfora en ese lugar.

El día nos sorprendió antes de lograr traspasar la loma y solamente atinamos a llegar a una cueva desde la cual se observaba perfectamente todo el panorama: éste era de absoluta tranquilidad; una embarcación de la marina desembarcaba hombres, mientras otros embarcaban, al parecer, en una operación de relevo. Pudimos contar cerca de treinta y después supimos que eran los hombres de Laurent, el temido asesino de la marina de guerra que, después de haber cumplido su macabra misión de asesinar a un grupo da compañeros, estaba relevando a sus hombres.

Ante los ojos asombrados de Benitez aparecieron los “señores de la escopeta” con toda su trágica realidad. La situación era bastante mala; en el caso de ser descubiertos, no había la menor posibilidad de salvación y sólo restaba luchar allí hasta el final.

Pasamos el día sin probar bocado, racionando rigurosamente el agua que distribuíamos en el ocular de una mirilla telescópica para que fuera exacta la medida para cada uno de nosotros y por la noche emprendimos nue vamente el camino para alejarnos de esta zona donde vivimos uno de los días más angustiosos de la guerra, entre la sed y el hambre, el sentimiento de nuestra derrote y la inminencia de un peligro palpable e ineludible que nos hacía sentir como ratas acorraladas.

Después de algunas peripecias fuimos a caer al arroyo que desembocaba en el mar, o a algún afluente de éste; tirados en el suelo bebimos ávidamente, como caballos, durante un largo rato, hasta que nuestro estómago vacío de alimentos, se resistió a recibir más agua. Llenamos las cantimploras y seguimos nuestro viaje. Por la madrugada llegamos a la punta de un pequeño cerrito en el cual había unos cuantos árboles. Nos distribuimos allí como para hacer resistencia y para poder ocultarnos lo mejor posible y pasamos todo el día viendo pasar avionetas a muy baja altura sobre nuestras cabezas, con altoparlantes que emitían sonidos incomprensibles pero que Almeida y Benitez, veteranos del Moneada, entendían que era una intimación de rendición. Por el bosque de vez en cuando se oían algunos gritos inidentificables.

Esa noche seguimos nuestro peregrinaje hasta llegar a las cercanías de una casa donde se oía el ruido de una orquesta. Una vez más se suscitó la discusión; Ramiro, Almeida y yo opinábamos que no se debía ir de ninguna manera a un baile o algo así, puesto que los campesinos inmediatamente, aunque no fuera más que por indiscreción natural, harían conocer nuestra presencia en la zona; Benítez y Camilo Cienfuegos opinaban que había que ir de todas maneras y comer. Al final Ramiro y yo fuimos comisionados para la tarea de llegar hasta la casa, obtener noticias y lograr comida. Cuando llegábamos cerca cesó la música y se oyó distante la voz de un hombre que decía algo así como: “Vamos a brindar ahora por todos nuestros compañeros de armas que tan brillante actuación”, etc., etc. Nos bastó para volver lo más rápido y sigilosamente posible a informar a nuestros compañeros de quiénes eran los que se estaban divirtiendo en aquella fiesta.

Seguimos nuestro camino, pero con la gente cada vez más negada a caminar; esa noche, o tal vez la siguiente, casi todos los compañeros se resistieron a seguir y tuvimos que llamar entonces a las puertas de un campesino, en las orillas de un camino real, en el lugar llamado Puercas Gordas, nueve días después de la sorpresa.

Nos recibieron en forma amable y seguidamente un festival ininterrumpido de comida se realizó en aquella choza campesina. Horas y horas pasamos comiendo hasta que nos sorprendió el día y ya no podíamos salir de allí. Por la mañana llegaban campesinos avisados de Maestra presencia que, curiosos y solícitos, venían a conocernos y a darnos algo de coiner o traernos algún presente.

La pequeña casa en que estábamos pronto se convertía en un infierno: Almeida iniciaba el fuego de la diarpea y luego ocho intestinos desagradecidos demostraban su ingratitud, envenenando aquel pequeño recinto; alagunes llegaban a vomitar. Pablo Hurtado agotado por los días de marcha, de cansancio, do mareo, de hambre y sed acumulados, no podía levantarse.

Resolvimos seguir por la noche. Los campesinos dijeron que tenían noticias de que Fidel estaba vivo y que podían llevarnos a algunas zonas en las cuales presumiblemente estaría con Crescendo Pérez, pero teníamos que dejar los uniformes y las armas. Almeida y yo conservamos unas pistolas ametralladoras Star; los ocho fusiles y todas las balas quedaron en resguardo en casa del campesino, mientras nosotros nos dividíamos en dos grupos, de tres y cuatro hombres, para alojarnos en casa de los campesinos y de allí ir ganando, en sucesivas etapas, la Maestra.

El grupo nuestro estaba integrado si mal no recuerdo, por Pancho González, Ramiro Valdés, Almeida y yo; el otro por Camilo, Benítez y Chao; Pablo Hurtado quedaba enfermo en la casa.

Apenas nos fuimos, el dueño de la casa no pudo resistir la tentación de comunicar la noticia a un amigo para discutir dónde escondían las armas; éste le convenció de que podían venderse, entrando en. tratos con un tercero, el que hizo la denuncia al ejército y, pocas horas después de habar dejado la primera hospitalaria mansión de Cuba, el enemigo irrumpió, tomaba preso a Pablo Hurtado y capturaba todas las armas.

Nosotros estábamos en casa de un adventista llamado Argelio Rosabal a quien todos conocían como El Pastor. Este compañero, al enterarse de la infausta noticia hizo contacto rápidamente con otro campesino de la zona, muy conocedor de ella y que decía simpatizaba con los rebeldes. Esa noche: nos sacaban de allí y nos llevaban a otro refugio más seguro. El campesino que conociéramos aquel día se llamaba Guillermo García, hoy jefe del ejército de occidente y miembro de la dirección nacional de nuestro partido.

Después estuvimos en algunas otras casas campesinas;

Carlos Mas, incorporado al ejército más tarde, Perucho, otros compañeros cuyos nombres no recuerdo. Una madrugada, después de cruzar la carretera de Pilón, y caminar sin guía alguno, llegábamos hasta la finca de Mongo Pérez, hermano de Crescendo, donde estaban todos los expedicionarios sobrevivientes y en libertad —hasta el momento— de nuestras tropas desembareadas; a saber Fidel Castro, Universo Sánchez, Faustino Pérez,

Raúl Castro, Ciro Redondo, Efigenio Ameijeiras, Rene Rodríguez y Armando Rodríguez. Pocos días después sa nos incorporarían Moran, Crespo, Julio Díaz, Calixta García, Calixto Morales y Bermúdez.

Nuestra pequeña tropa se presentaba sin uniformes y sin armamentos, pues las dos pistolas era todo lo que habíamos logrado salvar del desastre y la reconvención de Fidel fue muy violenta.

Durante toda la campaña, y aún hoy, recordamos su admonición: “No han pagado la falta que cometieron, porque el dejar los fusiles en estas circunstancias se paga con la vida; la única esperanza de sobrevivir que tenían en caso de que el ejército topara con ustedes eran sus armas. Dejarlas fue un crimen y una estupidez.”

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