Che Guevara.

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Ernesto Che Guevara

Altos de Conrado

Los días siguientes al combate de Mar Verde fueron de febril actividad, el convencimiento de que todavía nuestras fuerzas no tenían la capacidad combativa suficiente para organizar luchas continuadas o cercos eficaces, ni para resistir ataques frontales, hacia que se extremaran las precauciones en el vallé de El Hombrito. Este valle queda a pocos kilómetros de Mar Verde y para ir a él, hay que subir por el camino real que va a Santa Ana, cruzando por el río Guayabo, pequeño arroyo serrano, de Santa Ana se llega al valle de El Hombrito. Pero también tiene entradas posibles por el mismo río Guayabo por el sur, por la loma de La Botella y, además, por el camino real qué viene de la Mina del Frío.

Todos estos puntos había que defenderlos y establecer vigilancia constante para evitar qué nos sorprendieran haciendo avanzar la tropa directamente por los montes.

La impedimenta mayor había sido trasladada a la zona de La Mesa, en la casa de Polo Torres, y los heridos también habían sido trasladados hacia este lugar, de ellos, el único que no podía caminar, en razón da sus heridas en la pierna, era Joel Iglesias.

Las tropas de Sánchez Mosquera estaban acampadas precisamente en Santa Ana, aunque había otras que se habían movido por el camino de California, cuyo paradero no se conocía.

Cuatro o cinco días después del encuentro de Mar Verde, se dio la orden de alarma de combate, avanzaban las tropas de Sánchez Mosquera por el camino más lógico, el que va directamente de Santa Ana a El Hombrito. Se avisó inmediatamente a las emboscadas y se chequearon las minas. Estas primeras minas fabricadas por nosotros tenían una rudimentaria espoleta hecha con un resorte y un clavo que, al liberarse, impulsado por el resorte golpeaba el detonante, sin embargo, no habían funcionado en la emboscada de Mar Verde, y esta vez, tampoco funcionaron.

Al poco tiempo se escuchaban los disparos del combate desde el puesto de mando y llegaba la noticia al no funcionar las minas y dada la cantidad de tropas enemigas que venían, que se habían retirado los combatientes, pero no sin hacerles varias bajas al enemigo. El primero de ellos era descrito como un sargento grande, gordo, con un revólver 45 y sus arreos, que venía encabezando la columna montado a caballo.

El teniente Enrique Noda y un combatiente llamado El Mexicano, le habían tirado con sus Garands a pocos pasos y los dos coincidían en la descripción del individuo; además, se decía que había otras bajas, pero lo cierto es que, las tropas de Sánchez Mosquera habían desbaratado la defensa.

(Semanas después un campesino de apellido Brito, vino a agradecerme la generosidad nuestra, ya que fue obligado a encabezar la columna y vio cuando los muchachos le tiraron “para hacer el paripé”. Ese mismo campesino me informó que no hubo bajas allí, pero sí en Altos de Conrado.)

El lugar que ocupábamos era tan difícil de defender con nuestras pocas fuerzas que no habíamos hecho pro píamente atrincheramiento, salvo las defensas viejas, construidas para obstaculizar el acceso desde las Minas de Bueycito y, al avanzar por el camino real, el enemigo ponía en peligro todas nuestras emboscadas, de manera que se dio orden de repliegue a todas ellas y fuimos retirándonos, quedando sólo algunas pocas familias que se animaban a resistir la maldad de los guardias, ya sea por su valor personal o porque tenían algún secreto contacto con ellos.

Nos retiramos lentamente por el camino que va hacia Altos de Conrado. Los Altos de Conrado no es más que un pequeño montículo que sobresale en la línea de la Maestra y en cuya parte superior vivía un campesino llamado Conrado. Este compañero era miembro del Partido Socialista Popular y desde el primer momento se había conectado con nuestras tropas, prestándonos valiosos servicios, había evacuado la familia y la casa estaba sola. El lugar era magnífico para hacer una emboscada, allí solamente se podía llegar por tres estrechos senderos que serpentean por los firmes de las lomas, muy arbolados y, por tanto, muy fáciles de defender, todo el resto está defendido por peñones abruptos y por laderas igualmente abruptas, sumamente difíciles de escalar.

En un lugar donde hay una pequeña furnia, el camino se abre. Allí preparaban las condiciones para resistir el ataque de las fuerzas de Sánchez Mosquera. Y también desde el primer día, en el fogón de la casa, colocamos dos bombas con sus mechas, la trampa era muy simple, si nos retirábamos probablemente ellos quedarían en la casa y usarían el fogón. En medio de las cenizas, cubiertas totalmente por ellas, estaban las dos bombas, calculábamos que el calor del fuego o alguna brasa que se pusiera en contacto con las mechas, las haría estallar haciendo una buena cantidad de bajas, pero, naturalmente, ése era un recurso posterior, primero habría qué luchar en los Altos de Conrado.

Allí estuvimos pacientemente esperando, durante tres días, haciendo guardias constantes las 24 horas. Las no ches eran muy frías y húmedas a aquellas alturas y en aquella época del ano, realmente, ni teníamos la preparación necesaria ni el hábito de pasarnos toda la noche en posición de combate a la intemperie.

Habíamos hecho preparar en el mimeógrafo de nuestra periódico El Cubano Libre, cuyo primer número habla salido en esos días, una proclama a los militares para dejarla pegada en los árboles del camino que debían seguir. El día 8 de diciembre por la mañana, oímos desde las alturas del peñón los aprontes de la tropa para subir, caracoleando por el camino, hasta la zona donde estábamos unos doscientos metros más arriba. Mandamos a colocar las proclamas, y lo hizo el compañero Luis Olazábal. Oíamos los gritos de la tropa en una discusión muy violenta en la cual se alcanzó a escuchar con toda nitidez, por mi personalmente, pues estaba atisbando desde la orilla del paredón, el grito de alguien que mandaba, al parecer un oficial y que decía: “Usted va delante por mis cojones”, mientras el soldado, o quien fuera, respondía airadamente que no. La discusión cesó y la tropa se puso en movimiento.

Podíamos ver la columna en marcha, a retazos, oculta entre los árboles Cuando llevaban algún tiempo dé escalar por el camino, me llené de dudas sobre si era bueno o no prevenirlos acerca de la emboscada con las proclamas. En definitiva, mandé nuevamente a Luis a que retirara los papeles por solamente fracciones de segundos pudo hacerlo, ya que los primeros soldados venían subiendo rápidamente.

Las disposiciones del combate eran muy sencillas, suponíamos que, al llegar al claro, vendría uno solo delante a alguna distancia de sus compañeros, ése por lo menos tenía que caer. Detrás de un gran almácigo estaba Camilo esperándolo, de manera que, al cruzar por delante de él, atento a lo que pasaba, seguramente mirando al frente, le descargaría su ametralladora a menos de un metro, entonces se generalizaría el fuego de las dos alas donde estaban diversos tiradores apostados, perfectamente escondidos en el monte. El teniente Ibrahím y algún otro más, justo frente al camino, a unos diez metros de Camilo, debían cubrirlo con su fuego frontal de manera que nadie pudiera acercarse a su refugio luego que éste matara al de la vanguardia.

Mi puesto estaba a unos veinte metros en una posición oblicua, detrás de un tronco que me protegía la mitad del cuerpo y apuntando directamente a la entrada del camino donde venían los soldados. Algunos compañeros y yo no podíamos mirar en el primer momento, pues estábamos en un lugar pelado y seríamos visibles; debíamos esperar a que Camilo abriera el fuego. Atisbando, contra la orden que yo mismo había dado, pude apreciar ese momento tenso antes del combate en que el primer soldado apareció mirando desconfiado a uno y otro lado y fue avanzando lentamente. De verdad, todo allí olía a emboscada, era un espectáculo extraño al paisaje el peladero con un pequeño manantial que corría constantemente, en medio de la exuberancia del bosque que nos rodeaba. Los árboles, algunos tumbados y otros en pie, muertos por la candela, daban una impresión tétrica. Escondí la cabeza esperando el comienzo del combate; sonó un disparo y enseguida se generalizó el fuego. Después me enteré que no había sido Camilo el que tiró;

Ibrahim, nervioso por la espera, disparó antes de tiempo y en pocos instantes se había generalizado el tiroteo, aunque, en realidad, de cada puesto de observación se podía ver muy poco. Nuestros tiros aislados con pretensiones de llevar la muerte en cada uno y los disparos de la soldadesca, dilapidados en largas ráfagas, se “juntaban, pero no se mezclaban”, reconociéndose en uno y otro ruido la identidad de quien los hacia. A los pocos minutos —cinco o seis— se sintieron sobre nuestras cabezas los primeros silbidos de morteros o bazookas que disparaban los soldados, pero que pasaban de largo estallando a nuestras espaldas.

De pronto sentí la desagradable sensación, un poco como de quemadura o de la carne dormida, señal de un balazo en el pie izquierdo que no estaba protegido por el tronco. Acababa de disparar con mi fusil (lo había tomado de mirilla telescópica para ser más preciso en el tiro), simultáneamente con la herida oí el estrépito de gente que avanzaba rápidamente sobre mi, partiendo ramas, como a paso de carga. El fusil no me servía, pues acababa de disparar; la pistola, al estar tirado en el suelo se me había corrido, quedando debajo del cuerpo y no podía levantarme porque estaba directamente expuesto al fuego del enemigo. Revolviéndome como pude, con desesperada celeridad, llegué a empuñar la pistola en el mismo momento en que aparecía uno de los combatientes nuestros de nombre Cantinflas. Sobre la angustia pasada y el dolor de la herida, se interponía de pronto el pobre Cantinflas, diciéndome que se retiraba porque su fusil estaba encasquillado. Lo tomé violentamente de las manos mientras se agachaba a mi lado y examiné su Garand, solamente tenia el clip levemente ladeado y eso lo había trabado. Sé lo arreglé con un diagnóstico que cortaba como una navaja: “Usted lo que es un pendejo.” Cantinflas, Oñate de apellido, tomó el fusil y se incorporó, dejando el refugio del tronco, para vaciar su peine de Garand en demostración de valentía. Sin embargo, no pudo hacerlo completo porque una bala le penetro por el brazo izquierdo saliéndole por el omóplato, después de cubrir una curiosa trayectoria. Ya éramos dos los hedidos en el mismo lugar y era difícil retirarse bajo el fuego, había que dejarse deslizar sobre los troncos de Ja “tumba” y después caminar bajo ellos, heridos como estábamos y sin saber del resto de la gente. Poco a poco lo hicimos, pero Cantinflas se fue desmayando y yo, que a pesar del dolor, podía moverme mejor, llegué hasta donde estaban los demás para pedir ayuda.

Se sabía que había algunos muertos entre los soldarlos, aunque no el número exacto. Después de rescatados los heridos (nosotros dos) nos fuimos alejando hasta la casa de Polo Torres, dos o tres kilómetros Maestra abajo. Después de pasado el primer momento de euforia y la emoción en el combate, el dolor cada vez era más intenso impidiéndome caminar. Al fin, a mitad de camino, monté un caballo que me llevó hasta el improvisado hospital, mientras Cantinflas era traído en nuestra camilla de campaña, una hamaca.

El tiroteo había ya cesado y nosotros supusimos que ya habían tomado los Altos de Conrado. Establecimos las postas para detenerlos en la orilla de un pequeño arroyo en un lugar bautizado por nosotros con el nombre de Pata de la Mesa, mientras organizábamos la retirada de los campesinos con sus familias y le enviaba a Fidel una larga carta explicatoria de los hechos.

Envié la columna comandada por Ramiro Valdés, a que se uniera a Fidel, pues había cierta sensación de derrota y de miedo en nuestra tropa y quería permanecer solamente con la gente indispensable para realiza? una defensa ágil. Camilo quedaba al frente del pequeño grupo de defensa.

Debido a la tranquilidad aparente que había, mandamos al día siguiente al del combate a uno de nuestros mejores exploradores, Lien de apellido, a que viera qué estaba haciendo el ejército enemigo. Nos enteramos entonces de que la tropa se había retirado totalmente de la zona, el explorador llegó hasta la casa de Conrado y no había rastro de soldados, como prueba de su inspección traía una de las bombas que habían quedado ocultas en el bohío.

Al pasar revista a las armas, faltaba un fusil, el del companero Guile Pardo que había cambiado su arma por otra y, al retirarse, había llevado solamente la última dejando la anterior en su puesto de combate. Ése era uno de los delitos más graves que se podía cometer y la orden fue terminante: Tenía que ir con un arma corta y rescatar el fusil de manos del enemigo o traer otro. Cabizbajo, partió Guile a cumplir su misión, pero a las pocas horas volvía sonriente con su propia arma en la mano. el enigma despejado era que el ejército nunca avanzó más allá del lagar donde se atrincheró al resistir nuestro ataque, que cada uno se había retirado por su lado de modo que ningún ser viviente había llegado hasta el puesto dé combate, lo único que había sufrido el fusil era un aguacero.

Este punto de avance del ejército significó en mucho tiempo su mayor penetración en la Sierra, y en esta zona concretamente, ésa fue su mayor penetración. Un reguero de casas quemadas, como siempre sucedía al paso de Sánchez Mosquera, era lo que quedaba en El Hombrito y en otras zonas. Nuestro horno de pan había sido concienzudamente destruido y entre las ruinas humeantes solamente se encontraron algunos gatos y algún puerco que escapó a la vesania del ejército invasor para caer en nuestras fauces. Uno o dos días después del com bate, Machadito, hoy ministro de salud pública, con una cuchilla de afeitar me operó la herida, extrayéndome una bala de carabina M-1, con lo que rápidamente inicié el proceso de curación.

Sánchez Mosquera había cargado con todo lo que podía, desde sacos de café hasta muebles que habían llevado sus soldados. Daba la impresión que no repetiría pronto una incursión por la Sierra y había que preparar las condiciones políticas de toda la zona y volver a la tarea de organizar nuestro centro fundamental industrial que ahora ya no estaría en El Hombrito, sino un punto más atrás, en la misma zona de La Mesa.

[Verde Olivo, 6 de octubre de 1963.]

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