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Ernesto Che GuevaraCuidando heridos
Al día siguiente del combate de Uvero, desde el amanecer los aviones patrullaban el aire. Agotados los saludos despidiendo a la columna que seguía su marcha, nos dedicábamos a borrar las huellas de nuestra entrada al monte. Estábamos sólo a unos cien metros de un camino de camiones y esperamos la llegada de Enrique López, que debía encargarse de ayudarnos a la búsqueda de nuestro escondite y el traslado hacia él.
Los heridos eran Almeida y Pena, que no podían caminar; Quike Escalona, en la misma situación. Manáis, a quien recomendaba que no caminara por su herida en el pulmón, Manuel Acuña, Hermes Leyva y Maceo; estos tres, con posibilidades de marchar por sus propios medios. Para defenderlos, curarlos y trasladarlos, estábamos Vilo Acuña, Sinecio Torres, el práctico, Joel Iglesias, Alejandro Oñate y yo. Bien adentrada la mañana vino un informante a decirnos que Enrique López no podía auxiliarnos porque tenia una niña enferma y había tenido que salir para Santiago; quedó en mandarnos algunos voluntarios para ayudar, pero hasta el día de hoy los estamos esperando.
La situación era difícil, pues Quike Escalona tenía sus heridas infectadas y no podía precisar la gravedad de la de Manals. Exploramos los caminos vecinos sin encontrar soldados enemigos y resolvimos trasladarlos a un bohío que estaba a tres o cuatro kilómetros donde había una buena cantidad de pollos y que, estaba abandonado por su dueño.
En este primer día dos obreros de los aserríos nos ayudaron en la fatigosa tarea de llevar los heridos en. hamacas. Al amanecer del día siguiente, después de córner abundantemente y liquidar una buena ración de pollos, salimos rápidamente del lugar, pues habíamos permanecido un día completo después del ataque, prácticamente en el mismo sitio, cercano a carreteras por donde podían llegar los soldados enemigos; precisamente el lugar donde estábamos era el fin de uno de esos caminos hechos por la compañía de Babún con fines de exploración forestal. Con nuestra poca gente disponible iniciamos una jornada corta, pero muy difícil; consistía en bajar hasta el fondo del arroyo llamado Del Indio y subir por un estrecho sendero hasta un vara en tierra donde vivía un campesino llamado Israel con su señora y un cuñado. Fue realmente penoso el trasladar los compañeros por zonas tan abruptas, pero lo hicimos; aquella gente nos entregó hasta la cama de matrimonio para que durmieran allí los heridos,
Habíamos dejado escondidas en el lugar del primer campamento una porción de armas en mal estado que no podíamos trasladar y gran variedad de implementos, constituyendo un botín de guerra de menor categoría que íbamos dejando en nuestro camino a medida que aumentaba el peso de los heridos. Siempre quedaban en algún bohío rastros de nuestra permanencia en forma de algún objeto olvidado; por eso, como teníamos tiempo, resolvimos repasar bien el lugar anterior para borrar toda huella, ya que dependía precisamente de eso nuestra seguridad; simultáneamente Sinecio, el práctico, par tió para buscar algunos conocidos que tenía en esa zona de Peladero.
Al poco tiempo Acuña y Joel Iglesias me avisaron que habían escuchado voces extrañas en la otra ladera. Realmente pensamos que había llegado la hora de combatir en circunstancias muy difíciles, pues nuestra obligación era defender hasta la muerte la carga preciosa de heridos que nos habían encomendado; avanzamos tratando de que el encuentro se produjera lo más lejos del bohío; unas huellas de pies descalzos en el sendero, lo que nos pareció muy extraño, indicaban que los intrusos habían pasado por el mismo camino. Acercándonos, cautelosamente escuchamos una conversación en tono desaprensivo en la que intervenían varios sujetos; montando mi ametralladora Thompson y contando con la ayuda de Vilo y Joel avanzamos sorprendiendo a los conversadores; resultaron ser los prisioneros de Uvero que Fidel había liberado y que venían caminando, buscando simplemente la salida. Algunos de ellos venían descalzos, un cabo viejo, casi desmayado, con una voz asmática manifestó su admiración por nosotros y nuestros conocimientos del monte. Venían sin guía y con sólo un salvoconducto firmado por Fidel; aprovechando la impresión que les había hecho la forma en que los habíamos sorprendido una vez más, los conminarnos a no entrar al monte por nada.
Hombres de ciudad, no estaban acostumbrados a verse frente a las penas del monte y no sabían vencerlas. Salimos al claro de la casa donde habíamos comido los pollos y Jes mostramos el camino para alcanzar la costa, pero no sin antes precisarles una vez más que del monte hacia dentro éramos los dueños y que nuestra patrulla porque nosotros aparecíamos como una simple patrulla se encargaría inmediatamente de avisar a las fuerzas del sector de alguna presencia extraña. Pese a todo, lo prudente era movilizarse lo antes posible.
Esa noche la pasamos en el acogedor bohío, pero al amanecer nos trasladamos al monte y mandamos a los dueños de la casa a buscar gallinas para los heridos; todo el día nos pasamos esperando el regreso del matrimonio, pero éstos no volvieron. Tiempo después, nos enteramos que precisamente habían sido hechos prisioneros en la casita y, además, que al día siguiente a nuestra partida los soldados enemigos los utilizaron como guías y pasaron por donde había estado nuestro campamento el día anterior.
Nosotros conservábamos una buena vigilancia y no nos hubiera sorprendido nadie, pero el resultado de una batalla en esas condiciones era muy difícil de prever. Cerca del anochecer llegó Sinecio con tres voluntarios, uno viejo llamado Feliciano y dos que luego serían combatientes del Ejército Rebelde, Banderas, muerto con el grado de teniente en los combates del Jigüe, e Israel Pardo, el mayor de una larga familia de luchadores, que actualmente tiene el grado de capitán. Estos compañeros nos ayudaron a trasladar rápidamente los heridos a un bohío del otro lado de la zona de peligro, mientras Sinecio y yo, hasta prácticamente entrada la noche, esperábamos la llegada del matrimonio con los víveres; naturalmente que no podían llegar ya que estaban prisioneros y nosotros, recelosos de alguna traición, resolvimos que de la nueva casa debíamos salir también temprano. La comida fue muy frugal y, consistió en algunas viandas extraídas de las cercanías del bohío. El día siguiente, al sexto mes del desembarco del Granma empezamos también temprano la jornada; las marchas eran fatigosas e increíblemente cortas para una persona avezada a las caminatas en las montañas; nuestra capa cídad de transporte soiamente alcanzaba para un herido puesto que, en las condiciones difíciles del monte, hay que llevar los heridos en hamacas colgadas de un tronco fuerte que literalmente destroza los hombros de los porteadores, que tienen que turnarse cada 10 ó 15 minutos, de tal manera que se necesita de 6 a 8 hombres para Ilevar un herido en estas condiciones. Acompañando a Almeida que iba medio arrastrándose, medio apoyándose, fuimcs caminando muy lentamente, prácticamente de pato en palo hasta que Israel hizo un atajo en ei monte y vinieron los porteadores para trasladarlo.
Después, un aguacero tremendo nos impidió llegar a la casa de los Pardo; pero, al fin lo hicimos, cerca del anochecer. El pequeño espacio de ana legua, 4 kilómetros de camino, había sido recorrido en 12 horar, es decir, a rarón de 3 horas por kilómetro.
En aquellos momentos Sinecio Torres era el hombre providencial de la pequeña tropa, conocía tos caminos y los hombres de la zona y nos ayudaba en todo. Fue él, el que dos días después saco a Manals para que se dirigiera a Santiago a cunarse; estábamos también preparando las condiciones para que se trasladara Quíke Escalona que tenía sus heridas infectadas. Llegaban noticias contradictorias en estos días, a veces informaban que Celia Sánchez estaba presa, otras que había sido muerta. También circularon rumores de que una patrulla del ejército había tomado preso a Hermes Cardero, un compañero nuestro. Nosotros no sabíamos si creer o no noticias que a veces eran espeluznantes; pues Celia, por ejemplo, constituía nuestro único contacto conocido y seguro. Su detención significaba el aislamiento para nosotros; afortunadamente no resultó cierto lo de Celia aunque sí lo de Hermes Cardero que salvó milagrosamente la Vida pasando por las mazmorras de la tiranía.
En la costa del río Peladero vivía el mayoral de un latifundista, David de nombre, el que cooperó mucho con nosotros; David nos mató una vaca y hubo que salir a buscarla. El animal fue muerto en la costa y partido en pedazos; había que trasladar la carne de noche, mandé el primer grupo con Israel Pardo delante, y luego un segundo dirigido por Banderas. Banderas era bastante indisciplinado y no cumplió su cometido, pesando sobre la otra gente la carga total del animal sacrificado y tardando toda la noche en poder movilizarlo. Ya se estaba formando una pequeña tropa que quedaba a mi mando, ya que Almeida estaba herido; conciente de mi responsabilidad, le notifiqué a Banderas que él dejaba de ser combatiente y se convertía simplemente en un simpatizante, salvo que modificara su actitud. Realmente lo hizo; nunca fue un modelo de combatiente en cuanto a disciplina, pero era uno de esos casos de hombre emprendedor y de mente abierta, simple e ingenuo, que abrió sus ojos a la realidad mediante el choque de la Revolución; estaba labrando su pequeña parcela quitada al monte y tenia una verdadera pasión por los árboles y la agricultura, vivía en una vara en tierra con dos puerquitos que tenían cada uno su nombre y un perrito. Me mostró un dia el retrato de sus dos hijos que vivían con la mujer, de la que él se había separado, en Santiago, explicándome que algún dia, cuando la Revolución triunfara, podría ir a algún lugar donde pudiera trabajar bien, no en ese pedazo inhóspito de tierra, colgado casi en la cumbre.
Le hablé de las cooperativas y él no entendía bien. Quería trabajar la tierra por su cuenta, con su propio esfuerzo, sin embargo, poco a poco lo iba convenciendo de que era mejor trabajarla entre todos, de que las máquinas podían aumentar su propio trabajo. Banderas hu biera sido hoy, indiscutiblemente, un luchador de vanguardia en el campo de la producción agrícola; allí en la Sierra mejoró sus conocimientos de lectura y escritura y se preparaba para el porvenir. Era un campesino despierto que sabía del valor de contribuir con su propio esfuerzo a escribir un pedazo de historia.
Tuve en esos días una larga conversación con el mayoral David que me pidió una lista de todas las cosas importantes necesarias para nosotros, pues se iba a dirigir a Santiago y las buscaría allí; era un típico mayoral, fiel al amo, despreciativo con los campesinos, racista. Sin embargo, el ejército lo tomó preso al enterarse de nuestros contactos y lo torturó bárbaramente; su primera preocupación después de aparecer, pues nosotros lo creíamos muerto, fue el explicar que no había hablado. No sé si David está hoy en Cuba o si siguió a sus viejos patronos ya confiscados por la Revolución, pero fue un hombre que sintió en aquellos momentos la necesidad de un cambio, aunque no imaginaba que debía alcanzarlo también a él y a su mundo y entendió que ese cambio era perentorio hacerlo. De muchos esfuerzos sinceros de hombres simples está hecho el edificio revolucionario, nuestra misión es desarrollar lo bueno, lo noble de cada uno y convertir a todo hombre en un revolucionario, de Davides, que no entienden bien y Banderas que murieron sin ver la aurora; de sacrificios ciegos y de sacrificios no retribuidos, también se hizo la Revolución. Los que hoy vemos sus realizaciones tenemos la obligación de pensar en los que quedaron en el camino y trabajar para que en el futuro sean menos los rezagados.
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