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Ernesto Che GuevaraEL COMBATE DE "EL HOMBRITO"
La columna formada tenía sólo un mes de vida y ya empezábamos los amagos de nuestra vida sedentaria en la Sierra Maestra. Estábamos en el valle llamado "El Hombrito", porque, vista la Maestra desde el llano, un par de lajas gigantescas, superpuestas en la cima, semejan la figura de un pequeño hombrecito.
Todavía era muy novata la fuerza, había que preparar a los hombres antes de someterlos a trajines más duros, pero las exigencias de nuestra guerra revolucionaria obligaban a presentar combate en cualquier momento. Teníamos la obligación de salirle al paso a las columnas que invadieran lo que ya empezaba a ser territorio libre de Cuba, una cierta parte de la Sierra Maestra.
El 29 de agosto, mejor dicho, la noche del 29 de agosto un campesino nos informaba que había una tropa grande que estaba por subir la Maestra, precisamente por el camino de "El Hombrito", que cae al valle o sigue al "Alto de Conrado" para cruzar la Maestra. Estábamos curados de espanto por las noticias falsas que traía, por lo cual tomé al hombre como rehén para que dijera la verdad amenazándolo con terribles castigos si mentía, pero él juraba y rejuraba que estaba en lo cierto y que los guardias estaban en la finca de Julio Zapatero, un par de kilómetros antes de la Maestra.
Nos trasladamos por la noche situando nuestras fuerzas. El pelotón de Lalo Sardiñas debía ocupar el lado Este de la posición en un "sao" de heléchos secos de poca altura y castigar con fuego a la columna cuando ésta fuera detenida. Ramiro Valdés con la gente de menos poder de fuego por el lado Oeste debía hacer una "hostilización acústica" para sembrar la alarma. Aunque poco armado, su posición era menos peligrosa porque los guardias debían atravesar un profundo barranco para llegar a ellos.
El trillo por donde debían subir bordeaba la loma por el lado donde estaba emboscado Lalo. Ciro los atacaría en una forma oblicua y yo, con una pequeña columna de los tiradores mejor armados, debía dar la orden de fuego con el primer disparo. La mejor escuadra estaba al mando del teniente Raúl Mercader, del pelotón de Ramiro, por lo que fue colocada como fuerza de choque para recoger los frutos de la victoria. El plan era muy sencillo: al llegar a una pequeña curva del camino donde éste hacía un ángulo casi de 90 grados para bordear una piedra, yo debía dejar pasar diez o doce hombres aproximadamente y disparar sobre el último en cruzar el peñón donde torcía el camino, de manera que quedaran separados del resto; entonces los otros debían ser rápidamente liquidados por los tiradores, la escuadra de Raúl Mercader avanzaría, se tomarían las armas de los muertos y nos retiraríamos inmediatamente protegidos por el fuego de la escuadra de retaguardia mandada por el teniente Vilo Acuña.
Por la madrugada, desde un cafetal, en la posición adjudicada a Ramiro Valdés estábamos mirando la casa de Julio Zapatero, situada allá abajo, en la ladera del monte. Al despuntar el sol se empezó a ver un movimiento de hombres que salían, entraban, se movían en el trajín del despertar. A poco algunos se ponían sus cascos y quedaba demostrada la aseveración del campesino de que allí estaba la columna. Toda nuestra gente estaba ya situada en su posición de combate.
Fui a colocarme en mi puesto mientras veíamos ascender la cabeza de la columna, trabajosamente. La espera se hacía interminable en aquellos momentos y el dedo jugaba sobre el gatillo de mi nueva arma, el fusil ametralladora Browning, listo para entrar en acción por primera vez contra el enemigo. A] fin corrió la voz de que sé acercaban, además se oían sus voces despreocupadas y sus gritos estentóreos;
pasó el primero, el segundo, el tercero, por el peñón, pero desgraciadamente iban muy separados uno de otro y estaba calculando que no daría tiempo a que pasara la docena escogida; cuando contaba el sexto oí un grito delante y uno de los soldados levantó la cabeza como sorprendido; abrí fuego inmediatamente y el sexto hombre cayó; enseguida se generalizó el fuego y, a la segunda descarga del fusil automático, desaparecieron los seis hombres del camino.
Di la orden de ataque a la escuadra de Raúl Mercader mientras algunos voluntarios caían también sobre el lugar y a ambos lados se hacía fuego sobre el enemigo. El teniente Orestes, de la vanguardia, el propio Raúl Mercader, entre otros, avanzaban y desde el peñón hacían fuego a la columna enemiga, fuerte de una compañía, al mando del comandante Merob Sosa. Rodolfo Vázquez le quitaba el arma al soldado herido por mí, el que, para mal de nuestros pesares de aquel momento, resultó ser sanitario que sólo llevaba un revólver 45 de la guardia rural con diez o doce balas, los otros cinco habían escapado despeñándose del camino hacia su derecha y huyendo por el cauce de un arroyo que allí existe. Al poco tiempo empezaron a sonar los primeros bazookazos disparados por las tropas que se habían repuesto algo de la mayúscula sorpresa, ya que no esperaban encontrar ninguna resistencia en su marcha.
La ametralladora Maxim era la única arma de algún peso que teníamos fuera de mi fusil ametralladora, pero no había funcionado y su encargado Julio Pérez fracasaba en el manejo de esta arma.
Por el lado de Ramiro Valdés, Israel Pardo y Joel Iglesias habían avanzado sobre el enemigo con sus casi infantiles armas mientras las escopetas hacían un ruido infernal disparando a cualquier lado, aumentando el desconcierto de los guardias. Di la orden de retirada a los dos pelotones laterales y cuando éstos empezaron a cumplirla, iniciamos nosotros también la retirada dejando la escuadra de retaguardia encargada de mantener el fuego hasta que pasara todo el pelotón de Lalo Sardiñas, ya que estaba prevista una segunda línea de resistencia.
Cuando nos retirábamos nos alcanzó Vilo Acuña que había cumplido su misión, anunciándonos la muerte de Hermes Leyva, primo de Joel Iglesias. Al ir retirándonos se presentaba ante nosotros un pelotón que enviara Fidel, a quien yo le había avisado de la inminencia del choque con fuerzas superiores. Lo mandaba el capitán Ignacio Pérez. Nos retiramos a unos mil metros del lugar del combate y allí establecimos nuestra nueva emboscada en espera de los guardias. Éstos llegaron a la pequeña altiplanicie donde se había desarrollado el combate y, ante nuestros ojos, el cadáver de Hermes Leyva era quemado por los guardias que así ejercitaban su venganza. Nuestra ira impotente se limitaba a disparar desde lejos con fusiles y algunas ráfagas que ellos contestaban con bazookas.
Me enteré en ese momento que la exclamación del guardia que había provocado mi disparo apresurado había dicho "esto es un jamón" y debía referirse probablemente a que ya estaba llegando a la cúspide de la loma. Este combate nos probaba la poca preparación combativa de nuestra tropa que era incapaz de hacer fuego con certeza sobre enemigos que se movían a una tan corta distancia como la que existió en este combate, donde no debe haber habido más de diez o veinte metros entre la cabeza de la columna enemiga y nuestras posiciones. Con todo, para nosotros era un triunfo muy grande, habíamos detenido totalmente la columna de Merob Sosa que, al anochecer, se retiraba y habíamos obtenido una pequeña victoria sobre ellos con la minúscula recompensa de un arma corta que nos costaba, sin embargo, la vida de un combatiente valioso. Todo esto lo habíamos conseguido con un puñado de armas medianamente eficaces contra una compañía completa, de ciento cuarenta hombres por lo menos, con todos los efectivos para una guerra moderna y que había lanzado una profusión de bazookazos y, quizás, de morterazos sobre nuestras posiciones, tan a tontas y a locas como los disparos de nuestras gentes a la punta de vanguardia enemiga.
Después de este combate se producían algunos ascensos; Alfonso Zayas era nombrado teniente por su valiente comportamiento en este combate y sucedieron algunos más que en este momento no recuerdo. Esa noche, o al día siguiente, después de alejados los guardias, teníamos una conversación con Fidel en la cual nos narraba, eufórico, cómo había hecho un ataque a las fuerzas batistianas en la zona de las Cuevas y me enteraba también de la muerte de algunos valiosos compañeros en esta lucha; Juven tino Alarcón, de Manzanillo, de los primeros en incorporarse a la guerrilla, Pastor, Yayo Castillo, Oliva, hijo de un teniente del ejército batistiano, gran combatiente y gran muchacho, como todos ellos.
La lucha reñida por Fidel había sido mucho más importante, ya que no se trataba de una emboscada, sino de ataque sobre un campamento con cierta preparación defensiva; aunque no se logró el aniquilamiento de las fuerzas enemigas se les hizo bastantes bajas; se retiraron al día siguiente de la posición. Uno de los héroes de la jornada fue el "negro Pilón", bravo combatiente de nuestras tropas de quien se cuenta que llegó a un bohío donde había un "montón de tubos raros con unas cajitas al lado", lo que parece eran bazookas que el enemigo ya había abandonado, pero como nosotros no conocíamos esa arma sino de nombre y menos Félix (el negro Pilón) éste las dejó y luego tuvo que retirarse herido en una pierna. Perdimos así una oportunidad de adquirir armas tan eficaces para el ataque a pequeñas fortificaciones del enemigo.
El combate nuestro tenía una repercusión nueva; uno o dos días después se conocía un parte del ejército donde se hablaba de cinco o seis. muertos, después nos enterábamos que, además de nuestro compañero cuyo cadáver habían ultrajado, había que lamentar los asesinatos de cuatro o cinco campesinos que, supuso el siniestro Merob Sosa, eran responsables de la emboscada por no haber comunicado la presencia de nuestras tropas por aquellos parajes. Recuerdo los nombres de Abigail, Calixto, Pablito Lebón (un pichón de haitiano) y Gonzalo González, todos totalmente ajenos a nuestra lucha o, por lo menos, parcialmente ajenos a ella, pues conocían de nuestra presencia relativamente cerca de allí y simpatizaban, como todo el campesinado con nuestra causa, pero inocentes totalmente de la maniobra que se tenía preparada, ya que nosotros, conocedores de los sistemas que empleaban los jefes del ejército batistiano, ocultábamos nuestras intenciones a los campesinos y si alguno pasaba por el lugar de una emboscada lo reteníamos hasta que ésta se produjera. Los desgraciados campesinos fueron ultimados en sus bohíos, a los que luego prendieron fuego.
Este combate nos señalaba lo fácil que era, en determinadas circunstancias, atacar columnas enemigas en marcha y, además, nacía en nosotros la certidumbre de la bondad táctica de tirar siempre sobre la cabeza de la tropa en marcha para tratar de matar el primero, o a los primeros logrando así que todos buscaran no ir adelante y se llegara a inmovilizar la fuerza enemiga. Esta táctica poco a poco fue cristalizando y al final era tan sistemática que realmente el ejército enemigo dejó de penetrar en la Sierra Maestra y se producían escándalos, pues los soldados rehuían la vanguardia, pero todavía faltaban bastantes combates para que esto se hiciera una realidad.
Por ahora, con Fidel, podíamos hablar de esas nuestras pequeñas hazañas que eran grandes sin embargo por la gran desproporción de fuerzas que existía entre núestros soldados, pobremente arma dos, y las perfectamente armadas fuerzas de la represión.
Desde entonces se marca más o menos el momento en que las tropas batistianas dejan definitiva mente la Sierra, y solamente penetra en ella, con rasgos de audacia y muy de vez en cuando, Sánchez Mosquera, el más bravo, el más asesino y uno de los mas ladrones de todos los jefes militares que tenía Batista.
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