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Ernesto Che GuevaraLucha contra al bandidaje
Las condiciones de la Sierra permitían ya una vida libre en un territorio más o menos amplio. Este territorio no era ocupado habitualmente por el ejército y, muchas veces, no era siquiera hollado por su planta, pero no teníamos organizado un sistema de gobierno lo suficientemente amplio y estricto como para impedir la libre acción de grupos de hombres que, bajo el pretexto de Ja acción revolucionaria, se dedicaban al pillaje, al bandidaje y a toda una serie de acciones delictivas, Además, las condiciones políticas de la Sierra eran todavía bastante precarias; el desarrollo político de sus habitantes era muy superficial y la presencia de un ejército enemigo, amenazador, a poca distancia no permitía superar estas deficiencias.
El cerco enemigo se iba estrechando nuevamente y había señales de un nuevo avance sobre la Sierra; esto ponía nerviosos a los moradores de la comarca y los más débiles buscaban ya la posibilidad de salvarse de la temida invasión de los asesinos de Batista. Sánchez Mosquera estaba acampado en el poblado de las Minas de Bueycito y se hacía evidente la nueva incursión. Nosotros en el valle de El Hombrito, octubre del año 1957, estábamos sin embargo, sentando las bases de un territorio libre y sentando el primer rudimento de actividad industrial que hubo en la Sierra; un horno de pan que en esa época se iniciara. En esa misma zona de El Hombrito existía un campamento que era como una antesala para las fuerzas guerrilleras donde grupos de jóvenes que llegaban a incorporarse quedaban bajo la autoridad de algunos campesinos de confianza de la guerrilla. El jefe del grupo se llamaba Arístidio, había pertenecida a nuestra columna hasta días anteriores al combate de Uvero en el cual no participó por haberse fracturado una costilla al caerse, demostrando luego poca inclinación a seguir en la guerrilla.
Este Arístidio fue uno de los casos típicos de campesinos que se unieron a la Revolución sin una clara concienciado lo que significaba y al hacer su propio análisis de la situación encontró más conveniente situarse en la cerca, vendió su revólver por algunos pesos y empezó a hacer manifestaciones en la comarca de que él no era bobo para que lo tomaran en su casa, mansito, cuando las guerrillas se fueran y que haría contacto con el ejército. Varias versiones de estas declaraciones de Arístidio llegaron hasta mí. Aquéllos eran momentos difíciles para la Revolución y en uso de las atribuciones que como jefe de una zona tenía, tras de una investigación sumarísima, ajusticiamos al campesino Arístidio.
Hoy nos preguntamos si era realmente tan culpable como para merecer la muerte y si no se podía haber salvado una vida para la etapa de la construcción revolucionaria. La guerra es difícil y dura y durante los momentos en que el enemigo arrecia su acometividad no se puede permitir ni el asomo de una traición. Meses antes, por una debilidad mucho más grande de la guerrilla, o meses después, por una fortaleza relativamente mucho mayor, quizás hubiera salvado su vida; pero Arístidio tuvo la mala suerte de que coincidieran sus debilidades como combatiente revolucionario con el momento preciso en que éramos lo suficientemente fuertes como para sancionar drásticamente una acción como la que hizo y no tan fuertes como para castigarla de otra manera, ya que no teníamos cárcel ni posibilidades de resguardo de otro tipo.
Dejamos transitoriamente la zona dirigiéndonos con nuestras fuerzas en la dirección de Los Cocos sobre el rio Magdalena donde debíamos juntarnos con Fidel y capturar toda una banda, que bajo las órdenes del Chino Chang, estaba asolando la región de Caracas. Camilo, que había partido con la vanguardia, ya tenia varios prisioneros cuando llegamos a esta zona donde permanecimos en total cerca de diez días. Allí, en una casa campesina, fue juzgado y condenado a muerte el Chino Chang, jefe de una banda que había asesinado campesinos, que había torturado a otros y que se había apropiado del nombre y de los bienes de la Revolución sembrando el terror en la comarca. Junto con el Chino Chang fue condenado a muerte un campesino que habia violado a una muchacha adolescente, también valiéndose de su autoridad como mensajero del Ejército Rebelde y junto con ellos fueron juzgados una buena parte de los integrantes de la banda, constituida por algunos muchachos provenientes de las ciudades y otros campesinos que se habían dejado tentar por la vida libre, sin sujeción a ninguna regla y, a la vez, regalada que les ofrecía el Chino Chang.
La mayoría fueron absueltos y con tres de ellos se resolvió dar un escarmiento simbólico; primero fueron ajusticiados el campesino violador y el Chino Chang, ambos serenos, fueron atados en los palos del monte y el primero, el violador, murió sin que lo vendaran, de cara a los fusiles, dando vivas a la Revolución; El Chino afronto con toda serenidad la muerte pero pidió auxilios religiosos del padre Sardinas que en ese momento estaba lejos del campamento, no se le pudo complacer y pidió entonces Chang que se dejara constancia de que había solicitado un sacerdote, como si ese testimonio público le sirviera como atenuante en otra vida.
Luego se realizó el fusilamiento simbólico de tres de los muchachos que estaban más unidos a las tropelías del Chino Chang, pero a los que Fidel consideró que debía dárseles una oportunidad; los tres fueron vendados y sujetos al rigor dé un simulacro de fusilamiento; cuando después de los disparos al aire se encontraron los tres con que estaban vivos, uno de ellos me dio la más extraña espontánea demostración de júbilo y reconocimiento en forma de un sonoro beso, como si estuviera frente a su padre: Testigo presencial y gráfico de estos hechos, fue el agente de la CIA Andrew's Saint George cuyo reportaje publicado en la revista Look le valió un premio en los Estados Unidos como el más sensacional del ano.
Podrá parecer ahora un sistema bárbaro este empleado por primera vez en la Sierra, sólo que no había ninguna sanción posible para aquellos hombres a los que se les podía salvar la vida, pero que tenían una serie de faltas bastante graves en su haber. Los tres ingresaron en el Ejército Rebelde y de -dos de ellos tuve noticias de su comportamiento brillante durante toda la etapa insurreccional. Uno perteneció durante mucho tiempo a mi columna y en las discusiones entre los soldados, cuando se juzgaban hechos de guerra y alguien ponía en duda algunos de los que narrara, decía siempre con marcado énfasis: Yo sí que no le tengo miedo a la muerte y el Che es testigo, recordando el episodio de su fusilamiento.
A los dos o tres días caía preso también otro grupo cuyo fusilamiento fue para nosotros doloroso; un campesino llamado Dionisio y su cuñado Juan Lebrigio, dos de los hombres que primero ayudaron a la guerrilla. Dionisio, que había ayudado a desenmascarar al traidor Eutimio Guerra y que nos había ayudado en uno de los momentos más difíciles de la Revolución, había abusado totalmente de nuestra confianza al igual que su cuñado, se habían apropiado de todos los víveres que las organizaciones de las ciudades nos mandaban y habían establecido diversos campamentos donde se practicaba la matanza indiscriminada de las reses y, por ese camino, había descendido, incluso al asesinato.
En esta época en la Sierra, las condiciones económicas de un hombre se median fundamentalmente por el número de mujeres que tuviera y Dionisio, siguiendo la costumbre y considerándose potentado gracias a los poderes que la Revolución le había conferido, había puesto tres casas, en cada una de las cuales tenia una mujer y un abundante abastecimiento de productos. En el juicio, frente a las indignadas acusaciones de Fidel por la traición que había cometido a la Revolución y su inmoralidad al sostener tres mujeres con el dinero del pueblo, sostenía con ingenuidad campesina que no eran tres, sino dos, porque una era propia (lo que era verdad). Junto con ellos fueron fusilados dos espías enviados por Masferrer, convictos y confesos, y un muchacho de apellido Echevarría que cumplían instrucciones especiales en el Movimiento. Echevarría, miembro de una familia de combatientes del Ejército Rebelde, uno de cuyos hermanos había llegado en el Granma formó una pequeña tropa esperando nuestra llegada y, cediendo a no se sabe qué tentaciones, empezó a practicar el asalto a mano armada en el territorio guerrillero.
El caso de Echevarría fue patético porque, reconociendo sus faltas, no quería, sin embargo, morir fusilado; clamaba porque le permitieran morir en el primer combate, juraba que buscaría la muerte en esa forma pero no quería deshonrar a su familia. Condenado a muerte por el tribunal, Echevarría a quien denominábamos El Bizco, escribió una larga y emocionante carta a su madre explicándole la justicia de la sanción que en él se ejecutaba y recomendándole ser fiel a la Revolución. El último de los fusilados fue un personaje pintoresco llamado El Maestro que fuera mi compañero en algunos momentos difíciles en que me tocó vagar enfermo y con su única compañía, por esas lomas, pero luego se había separado de la guerrilla con el pretexto de una enfermedad y se había dedicado también a una vida inmoral, culminando sus hazañas haciéndose pasar por mí, en función de médico tratando de abusar de una muchachita campesina que estaba requiriendo los servicios facultativos para algún mal que la aquejaba. Todos ellos murieron haciendo profesión de revolución salvo los dos espías de Masferrer y aunque no fui testigo presencial de los hechos cuentan que cuando el padre Sardiñas, esta vez presente, fue a dar sus auxilios espirituales a alguno de los reos, éste contestó: "Mire, padre, vea a ver si otro lo necesita, porque la verdad es que yo no creo mucho en eso."
Éstas eran las gentes con que se hacia la Revolución. Rebeldes, al principio, contra toda injusticia, rebeldes solitarios que se iban acostumbrando a satisfacer sus propias necesidades y no concebían una lucha de características sociales; cuando la Revolución descuidaba un minuto su acción físcalizadora incurrían en errores que los llevaban al crimen con asombrosa naturalidad. Dionisio o Juanito Lebrigio, no eran peores que otros delincuentes ocasionales que fueron perdonados por la Revolución y hoy incluso están en nuestro ejército, pero el momento exigía poner mano dura y dar un castigo ejemplar para frenar todo intento de indisciplina y liquidar los elementos de anarquía que se introducían en estas zonas no sujetas a un gobierno estable. Echevarría, aún más, pudo haber sido un héroe de la Revolución, pudo haber sido un luchador distinguido como dos de sus hermanos, oficiales del Ejército Rebelde, pero le tocó la mala suerte de delinquir en esta época y debió pagar en esa forma su delito. Nosotros dudábamos si poner su nombre o no en estos recuerdes, pero fue tan digna su actitud, tan revolucionaria, estuvo tan entero frente a la muerte y fue tan claro el reconocimiento de la justicia del castigo que nosotros pensamos que su fin no fue denigrante; sirvió de ejemplo, trágico es verdad, pero valioso para que se comprendiera la necesidad de hacer de nuestra Revolución un hecho puro y no contaminarlo con los bandidajes a que nos tenían acostumbrados los hombres de Batista.
En estos juicios intervino por primera vez como abogado un hombre que venia a refugiarse a la Sierra por algunos altercados que había tenido con los dirigentes del 28 de Julio en el Llano, era abogado y fue ministro de agricultura de la Revolución hasta el minuto en que se firmó la Ley de Reforma Agraria (que la firmaron los demás, porque él no quiso comprometerse en ella): Sori Marín.
Acabado el penoso deber de pacificar y moralizar toda la zona que debía quedar bajo la administración rebelde, emprendimos el camino de vuelta hacia nuestra zona de El Hombrito con la columna dividida en tres pelotones. El de vanguardia estaba mandado por Camilo Cienfuegos y tenia por tenientes a Orestes, hoy comandante, que era la punta de vanguardia, a Boldo, Leyva y Noda. El pelotón siguiente estaba comandado por el capitán Raúl Castro Mercader y sus tenientes eran Alfonso Zayas, Orlando Pupo y Paco Cabrera. Nuestra comandancia estaba formada por un pequeño estado mayor que dirigía Ramiro Valdés y Joel Iglesias era el teniente, Joel Iglesias todavía no había cumplido dieciséis años, tenía bajo sus órdenes 3 hombres mayores de treinta a los cuales se dirigía respetuosamente de usted para darles órdenes, mientras éstos le contestaban tuteándolo pero obedecían disciplinadamente las órdenes de Joel. El pelotón de retaguardia estaba mandado por Ciro Redondo y tenía de tenientes a Vilo Acuña, Félix Reyes, William Rodríguez y Carlos Mas.
A fines de octubre de 1957 nos volvimos a establecer en El Hombrito para iniciar los trabajos que debían dar lugar a una zona fuertemente defendida por nuestro ejército. Habían llegado dos estudiantes de La Habana, uno de ingeniería y otro de veterinaria y con ellos empezamos a establecer los planes de una pequeña hidroeléctrica que trataríamos de construir en el río de El Hombrito y a sentar las bases del periódico mambí. Para ello había un viejo mimeógrafo traído del Llano en el cual se tiraron los primeros números de El Cubano Libre, cuyos redactores y tipógrafos principales eran los estudiantes Geonel Rodríguez y Ricardito Medina.
Allí, amparados por la abierta generosidad de los vecinos de El Hombrito y, sobre todo, de nuestra buena amiga la vieja Chana, como le decíamos todos, empezamos a desarrollar nuestra vida sedentaria y construimos por fin, el horno de pan, dentro de un bohío abandonado para que la aviación no detectara ninguna construcción nueva, Además, mandamos a preparar una inmensa bandera del 26 de Julio que tenía un lema: Feliz Año 1958, la que fue puesta en una de las lajas cimeras de El Hombrito, con la intención de que fuera vista incluso por los pobladores de las Minas de Bueycito, mientras recorríamos la zona para ir sentando una autoridad real sobre ella y nos preparábamos a afrontar la ya inminente invasión de Sánchez Mosquera, fortificando las entradas de El Hombrito por las zonas de más probable acceso.
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